domingo, 25 de agosto de 2013

Referendo mentiroso

Para Periódico Debate (@DebateCol) 

Con un pueblo mayoritariamente contrario a las Farc y un país descuadernado por resultados “históricos” y los paros, los rectores del proceso habanero saben que un referendo convocado y celebrado como manda la ley no alcanzaría el umbral.

El proyecto de ley anunciado esta semana no es para un inocente cambio de oportunidad o de fecha. El ponente senador Andrade le da poca importancia ocultando la trascendencia de lo que está en juego y la preocupación de darle una salida a la mal llamada paz con un mecanismo de participación ciudadana al que el presidente Santos se ha comprometido públicamente.

Y aquí es donde se ve la mano de Humberto De la Calle, conocedor de derecho constitucional, para ayudar a su amigo presidente a salvar un proceso que para las Farc solo tiene sentido si viene acompañado de reformas constitucionales adicionales al ya nefasto marco jurídico para la paz. En términos simples, el inocente proyecto de ley viola la Constitución para salvar a La Habana y atenta contra los derechos de participación política de los ciudadanos que aspiren a ser elegidos en marzo y en mayo, pero especialmente viola el derecho a la libertad del elector.   

Es cierto que la prohibición de votar un referendo en las mismas fechas de otras elecciones es de orden legal y no constitucional como sí ocurre con la consulta popular. Sin embargo, cuando el legislador reglamentó el referendo incluyendo esta prohibición, lo hizo siguiendo las mismas razones de índole constitucional por la cuales esta prohibición se consagró para la consulta popular en la Constitución, razones mucho más visibles en el caso del referendo constitucional que en el de la consulta popular.

Es mucho más relevante para el futuro del país y de su democracia una reforma constitucional que la aprobación o no de cualquier otra decisión de trascendencia nacional. Tanto es así que la misma Constitución prohíbe una reforma constitucional por la vía de una consulta popular. Y si la Constitución prohíbe la realización de una consulta popular en la misma fecha de otra elección, cuánto más lesivo para el orden constitucional que esa coincidencia de fecha se pueda predicar de un referendo que la pueda modificar. Luego, no se trata de un simple capricho.

Basta leer la exposición de motivos de la Ley 134 de 1994 que ahora se pretende modificar para entender que la relevancia de un referendo constitucional justifica los requisitos y prohibiciones que hoy existen. De ahí la inconstitucionalidad de la pretendida reforma, en un sentido armónico como el que la Corte ha denominado sustitución de la Constitución.

Así como se justifica que un acto legislativo tenga el doble de sesiones que una ley y que ellas ocurran en dos legislaturas ordinarias, se justifica que una reforma constitucional vía referendo cuente con independencia de los comicios electorales, cualesquiera que ellos sean. La Corte Constitucional lo ha avalado como garantía de la libertad del elector.

En el examen de constitucionalidad del referendo de 2003 dijo Humberto De la Calle sobre el particular, según lo cita la Corte en sentencia C-551/03: “(…) la Corte debe aplicar todas las limitaciones que protejan el régimen democrático de las pasiones momentáneas del gobernante de turno.” Claramente no sabía que 10 años más tarde encabezaría la obsesión del de turno en el 2013.

Esta iniciativa de reforma legal cumple además objetivos electorales para los parlamentarios de la Unidad Nacional que ven perder sus curules frente al Centro Democrático y para la cada vez más esquiva posibilidad reeleccionista de Santos. El referendo desvía la atención del elector hacia “la paz y sus gestores”, tan falsa como quienes la promueven. Así, al elector se le retira su poca atención de la campaña fiscalizadora que hacen nuevos aspirantes desnudando la mediocridad de los presentes y se le desvía de las propuestas alternativas que en el marco de una democracia presenta la oposición con vocación de poder. 

Esto vulnera el derecho de esos aspirantes a que su participación en política cuente con todas las garantías de la democracia para presentar sus propuestas al electorado y que este último pueda hacer una elección informada. Para completar, le da una bandera de la que carecen esos aspirantes reeleccionistas, bandera financiada con el dinero del Estado, no el del reembolso de los votos válidos, sino el del referendo. ¿O quién duda de que “la paz” amarra votos de los incautos?   


Está pasando

Para Debate Nacional (www.pensamientocolombia.org) de Julio 18 de 2013

Entre las consecuencias adversas de un proceso como el de La Habana está el impacto en la inversión extranjera. Según cifras preliminares, habría caído un 6.2% en el primer semestre del año.

Algunos analistas han sostenido que era previsible y se lo atribuyen, sin fundamento, a variables internacionales. Si se mira el comportamiento de los fondos de inversión, con caída sostenida en las últimas cuatro semanas solamente para el caso de Colombia, aquel argumento se torna peregrino. 

Desde febrero veníamos advirtiendo señales de retiro, en hidrocarburos, con devolución de zonas, y en minería, con renuncia a seguir esperando un código que no vio la luz del día en mayo, vencimiento de un plazo de dos años que la Corte Constitucional había dado al existente.

Al final del laberinto, esos cálculos mueren en La Habana.

Si bien es cierto que todo proceso de esa naturaleza genera cautela en los inversionistas, la proyección de su desenlace no desestimula la inversión de largo plazo cuando esa proyección resulta moderadamente optimista. Ese optimismo se finca en variables como las siguientes:

(a) Institucionalidad: cuando no sea previsible que el proceso afecte las instituciones democráticas ni el orden constitucional;

(b) Legalidad y seguridad jurídica: cuando no sea previsible que el proceso afecte el estado de derecho, aquel en el que las normas están por encima de las instituciones y las personas, ni sea previsible que cambie las reglas de juego bajo las cuales se establezca la inversión, al punto que vulnere derechos adquiridos.

(c) Temporalidad: cuando se trate de un proceso con un horizonte temporal establecido o cuando menos probable, pero en ningún caso indefinido.

El proceso habanero ha tocado y toca las tres variables. Propuestas tan descabelladas como sugerir que el más grande cartel del narcotráfico mundial se convierta en un aliado del estado en la lucha contra el narcotráfico, discutir la agenda nacional agraria sin los actores del agro como ausentes están las víctimas del terrorismo con el que se discute, o llevar a rango constitucional un marco jurídico que sugiere violar tratados internacionales suscritos por Colombia y que hacen parte del bloque de constitucionalidad, son ejemplos de lo que oímos diariamente de este proceso habanero.

Y la temporalidad no es la excepción. Santos habló de meses. Quienes se refieren al “postconflicto”, como si el conflicto ya hubiese pasado, hablan de años; la verdad es que parece un proceso más vinculado al calendario electoral que a la necesaria noción temporal de la negociación de sus temas.    

Entre la demencial osadía de las propuestas y la falta de seriedad de su duración en el tiempo, amén del descuido del país real por cuenta de este proceso, la inversión extranjera prospectiva y la existente carecen de una proyección moderadamente optimista.

Por eso y por mucho más, no es cierta la manifestación del Presidente Santos de que si esto sale mal, “aquí no ha pasado nada”. Claro que ha pasado. ¿Cuánta riqueza se deja de generar por cada punto porcentual de inversión prospectiva que se pierde? ¿Cuántos puestos de trabajo se dejan de crear y cuántas familias pierden la oportunidad de salir de la pobreza por cuenta de esa pérdida? Así no sean miles sino apenas millares, claro que pasó y seguirá pasando si el país sigue prisionero del proceso de La Habana y teniendo por carcelero al gobierno nacional.


Haberlo intentado como lo intentó fue acaso una muestra de torpeza, imperita quizás y por tanto culpable. Pero mantenerse en ella en desmedro del país y con la obstinación de darse el punto, no me resulta imperita sino dolosa.