jueves, 19 de julio de 2012

Dos talantes para Enjuto y Baltasar



 A finales de agosto de 2002 ante el puesto fronterizo de Paraguachón se presentó el ciudadano español Carlos Daniel Enjuto Domínguez, quien solicitó ingresar al país con fines turísticos. El funcionario del DAS que atendía la ventanilla de inmigración selló su pasaporte y le concedió 30 días de estadía.

No habrían pasado dos semanas y el mentiroso tunante fue pillado en Icononzo agitando e incitando cerca de 2000 campesinos que en aquellos días pretendían llevar a cabo una gran movilización que debía desembocar en el consabido paro agrario que tanto seduce a la guerrilla de las Farc, históricamente presente en el oriente y sur del Tolima.

El ciudadano español alegó que era integrante de una ONG cuyo objetivo consistía en “visibilizar” la situación del campesinado colombiano, al cual describió como “explotado, vilipendiado y violentado por fuerzas estatales y paraestatales”. Ante los atónitos agentes que lo detuvieron, esgrimió credenciales que lo presentaban como miembro de la rimbombante “Organización Solidaria para Asia, África y América Latina”, creyendo que el carné con llamativo logotipo tramaría a los miembros de la fuerza pública que apenas comenzaban a poner en marcha la Política de Seguridad Democrática.

Fue detenido y entregado a Extranjería, que no dudó en cumplir las normas migratorias que indican deportación por el propósito indebido a la declaración de ingreso al territorio colombiano. Fue encaramado en el siguiente vuelo de Iberia con destino a Madrid y la prohibición de volver a poner pies en Colombia.

Eran tiempos en los que el gobierno mostraba cero tolerancia con los extranjeros que vinieran a nuestro país a promover o alentar alteraciones del orden público. Para el presidente Uribe no era admisible que mientras los soldados y policías de la Patria se jugaban la vida por lograr el establecimiento de un orden legal y pacífico en el territorio nacional, ciudadanos de ultramar vinieran a promover o a hacer eco de manifestaciones sociales en las que la mano negra de los terroristas era evidente, como parece mostrarse actualmente en el Cauca.

Recuerdo ese episodio puesto que esta semana el país supo de la presencia no autorizada e inconsulta de dos ciudadanos españoles, quizás no tan anónimos como el Enjuto de marras, en la zona donde se adelanta la sublevación de indígenas caucanos: Baltasar Garzón y su hijo tocayo a quien se conoce con el mote de “El Balti”.

En medio de la barahúnda y del zafarrancho surgió la imagen de esos dos ciudadanos extranjeros que defendieron su presencia allí argumentando que buscaban mecanismos de solución pacífica a la crisis.

Pero ni el gobierno ni nadie los había autorizado. Sabemos que el condenado ex juez Garzón está en Colombia gracias a la fina atención del presidente Santos. Su mandato acá es limitado y debe circunscribirse a las tareas puntuales que le ponga su jefe, que en la teoría es la OEA, organismo que tampoco está autorizado para enviar a ninguno de sus funcionarios a la zona de guerra en la que se convirtió el departamento del Cauca.

La pregunta obvia que muchos nos hacemos es ¿por qué el gobierno del presidente Uribe sí hacía cumplir la ley migratoria expulsando in límine a Enjuto y ahora el presidente Santos se frunce para tomar una medida semejante frente a los señores Garzón?

La única respuesta que puede dársele al interrogante no es lo que puede haber de Enjuto a Baltasar, sino las diferencias entre los principios que inspiran el talante del presidente de hoy y los que inspiran el talante del presidente de la Seguridad Democrática, Álvaro Uribe Vélez.

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