Y se reiniciaron “los diálogos” …
En la campaña que lo llevó a la presidencia de Colombia, Álvaro
Uribe presentó un documento de 100 puntos que bajo el título de Manifiesto Democrático se constituyó en
la hoja de ruta de lo que sería su gobierno.
En el punto 41 se trazaba la línea general de la política de paz.
Allí se leía que el diálogo no podía prestarse para el crecimiento de las
estructuras violentas, a la vez que establecía una condición sine qua non: todo grupo ilegal que quisiera
hablar con el gobierno debía empezar por el “abandono del
terrorismo y cese de hostilidades”.
No era una
exigencia caprichosa. Por el contrario, recogía el sentimiento de un pueblo que
estaba dispuesto a alcanzar la paz, pero que no quería seguir siendo
victimizado por unos terroristas que aprovechan los escenarios de diálogo para
fortalecer sus redes criminales, como sucedió durante los aciagos años del
Caguán en los que por poco la guerrilla de las Farc logra tomarse el poder.
Hablar en
medio de la guerra no conduce a nada y mucho menos lo hacen las tales “treguas
temporales” con “excepciones” licenciadas por el gobierno. Quien quiere hacer
la paz, debe demostrarlo con hechos y no con discursos retóricos.
Se equivocan
los supuestos teóricos del conflicto que aseguran que el cese de hostilidades
es un punto de llegada y no de partida. Falso. Para que un proceso de paz tenga
éxito debe contar, además de la voluntad política de gobierno, con el respaldo
de la ciudadanía, que es la principal víctima de la confrontación armada.
El gobierno
cayó en la irresponsable equivocación de graduarnos de enemigos a todos quienes
no compartimos la metodología del actual proceso de diálogos – que no de paz-
con el terrorismo. Vale aclarar que quienes creemos en la Seguridad Democrática
trazada por el presidente Uribe, lo hacemos porque es el camino pavimentado y
sin restricciones para alcanzar la paz que todos los colombianos merecemos.
Y como aquí
no se trata de especular, sino de recordar con hechos, no está de más tener de
presente que durante los 8 años de la Seguridad Democrática, más de 50 mil
violentos dejaron las armas, cifra sin precedentes en materia de
desmovilización no solo en Colombia sino en todos aquellos países que han
padecido desafíos terroristas internos como el nuestro.
Todos esos
hombres y mujeres que salieron de la guerra son personas que han dejado de
martirizar al pueblo, de asesinar y secuestrar a civiles, militares y policías.
Al terrorismo
no se le derrota contemporizando ni “legalizando” sus brutalidades. Al
contrario: se le rinde enfrentándolo con verticalidad, sin complacencia ni
discursos benevolentes, con firmeza militar pero con generosidad civilista para
con aquellos que quieran abandonar la guerra para reincorporarse a la vida civil.
En los
diálogos de ahora, la iniciativa no la tiene el Estado sino los terroristas que
dicen cuándo supuestamente van a dejar de matar; y el gobierno, como si se
tratara de un derrotado, servilmente valida el anuncio. “Hay que creerles” ha
dicho el presidente Santos en referencia a las Farc; y más recientemente, que
han cumplido “con excepciones”. Pues no, no hay que creerles a esos que llevan
media centuria asesinando a las gentes de bien, secuestrando a los empresarios
y paralizando el progreso del campo colombiano. No hay que creerles a quienes
han salido fortalecidos y rearmados de los procesos que precedieron a estos
diálogos para intensificar su empresa criminal. No se puede aceptar que
cumplieron quienes cometen 57 actos terroristas en 60 días de tregua.
Les
empezaremos a creer el día que liberen al último secuestrado; el día que
permitan que una comisión que goce de respetabilidad internacional verifique un
cese total y permanente de hostilidades. Les creeremos el día en que sus jefes,
responsables de las más absurdas atrocidades, se comprometan a reparar a sus
víctimas y a cumplir la cita pendiente con la justicia colombiana.
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