El presidente Santos dijo e insistió que los acuerdos en
temas de propiedad de la tierra están enmarcados en la Constitución y la ley
vigentes; dijo e insistió que los legítimos propietarios campesinos no tienen
nada que temer. El saliente ministro Juan Camilo Restrepo ratificó que no hay
acuerdos que toquen con la inversión extranjera en la ruralidad y el entrante
ministro Estupiñán reiteró lo dicho por Santos con las mismas palabras. Se puede
concluir que los proyectos de ley que cursan en el Congreso sobre frontera
agrícola y límites a la propiedad extensiva son mucho más revolucionarios que
el anunciado acuerdo rural de La Habana.
¿Hay más? Claro que sí. Y ese mucho más no es otra cosa que
los enunciados de un programa de desarrollo rural integral que cualquier nación
que quiera mirar al campo puede escribir en cinco minutos y cualquier gobierno
podría poner en marcha si estuviera políticamente comprometido con el campo.
Sin ir muy lejos, parte de ello se lograría si se cumpliera con la ley de
restitución de tierras, esquiva en su aplicación antes de que existiera.
¿Entonces por qué tanto alborozo? Porque éste ha sido y
sigue siendo un gobierno de anuncios y este anuncio le da una bocanada de oxígeno.
Hace apenas una semana un Carrillo desesperado anunciaba que
el proceso no pasaría del 31 de diciembre. Porque un gobierno sin resultados, con
desplome industrial, un PIPE que, como las locomotoras, no ha arrancado, y al
que en plena visita de jefes de gobierno le asesinan 15 miembros de sus fuerzas
armadas, necesitaba, a cualquier precio, superar el primer punto de la agenda
tras seis meses de conversaciones sin resultados.
¿Cómo lo logró si hace apenas una semana seguía sin
acordarse? Convenciendo a las FARC que uno se puede poner de acuerdo sobre lo
que es obvio, en el entendido de que como no es definitivo, por el camino se
arreglan las cargas. No en vano Andrés Paris dijo a los medios de comunicación al
día siguiente que a lo largo de las conversaciones “se esperan desarrollos”.
Puesto en otros términos, cualquiera que sea el texto del acuerdo,
en la medida que no es definitivo, permite modificaciones desde el día uno y
hasta el día final. Pero ponerse de acuerdo sobre lo obvio sí se logra de la
noche a la mañana.
Lo grave es el oxígeno retributivo. Cuando se eleva a la
categoría de acuerdo el deber constitucional que tiene todo gobierno de
ocuparse con seriedad de los problemas del agro, le está entregando a las FARC
una bandera para legitimarla como lo que no es: representante de los auténticos
intereses de los campesinos y de los empresarios del campo.
No bastaba con el conflicto interno y recuperar para las
FARC una vigencia internacional que ya no tenía. Necesitaba, a cambio de su
bocanada de oxígeno, entregarle la bandera del agro, una bandera que no
solamente es un deber, sino una obligación de éste y cualquier gobierno que se
precie de gobernar en el territorio nacional y no solamente en Bogotá. Una
bandera que se debe construir con 45 millones de colombianos y no con 7800
terroristas.
Pero ha sido el precio de la bocanada de oxígeno y el gran
daño que hace el acuerdo parcial anunciado. Ratifica que a este gobierno no le
interesa el campo lo suficiente; o, como presumo que es el caso, que le quedó
grande y que no es capaz de cargar solito con la bandera de la ley de
restitución de tierras.