A propósito del bochornoso incidente entre el senador
Armando Benedetti y el señor Rafael Meoz en un establecimiento público de
Usaquén del que se asegura que el último salió gravemente lesionado por cuenta
de que un escolta del primero lo lanzó
al piso, vuelvo a preguntar hasta cuándo vamos a cultivar la cultura mafiosa
que nos han dejado décadas de narcotráfico y una inversión de valores que
sepultó el imperio de la ley, pero sobre todo de la decencia.
No me referiré al incidente, del que solo sé lo que se puede
saber tras perder media hora oyendo un reportaje de radio sobre el tema, al
cabo del cual me quedó el convencimiento de que ambos interrogados dijeron
verdades y mentiras a medias y por igual. Lo que sí sé es que producto de la
cultura mafiosa que nos aqueja, los recursos de seguridad del estado se
desperdician y se emplean en lo que no deberían, afectando la vida del
ciudadano del común.
Bogotá es una ciudad con una de las densidades poblacionales
más altas del mundo pero con una infraestructura vial insuficiente y
vergonzosa. ¿A quién no la ha tocado un trancón ocasionado por una camioneta
oficial parqueada sobre una vía principal con una moto de la policía parqueada
detrás obstruyendo uno de los dos o tres carriles de la llamada “vía arteria”?
Seguramente se trata de un congresista, un viceministro o un
director de entidad descentralizada cumpliendo una cita o asistiendo a un
evento en el edificio frente a cuya entrada está ese vehículo obstruyendo la
vía. El número de carros y motos se multiplica si se trata de un ministro o un
lobo presidente del congreso.
¿El argumento?, si alguien se atreve a preguntar: razones de
seguridad. ¡Falso! ¿Cuándo se ha visto que un presidente se apee en el andén y
camine hacia el edificio o que los vehículos de su escolta esperen frente al
edificio al cual se dirige? ¡Nunca! Y es precisamente por razones de seguridad;
porque ese tramo y espacio de tiempo entre el vehículo y el edificio son los de
mayor vulnerabilidad en términos de seguridad. Por eso los vehículos del
presidente siempre ingresan al edificio al que se dirige el presidente. No queda
al descubierto nunca ni permite ver, a su salida, en cuál de los vehículos va
“el personaje”.
Luego, el argumento no es de seguridad sino de una profunda
inseguridad. O el personaje no necesita esa escolta policial o si la necesita, está
entrenada es para que al personaje lo maten. La verdad es otra: esa escolta no
está destinada a protegerlo sino a abrirle paso en el tráfico, solamente en
caso de emergencia (léase fuga), pero cumple la labor complementaria de
permitir que el vehículo bloquee cómodamente un carril de la escasa e
insuficiente vía para que el personaje no tenga que pagar parqueadero ni
caminar.
Eso no le importaría a nadie en Alaska, donde dicho sea de
paso el concepto de escolta solo se ve en las películas, pero por favor ¿en
Bogotá, una ciudad en la que el común de la gente desperdicia entre una y
cuatro horas diarias en el elemental desplazamiento diario a su trabajo y de
regreso a su casa?
Empezando por el desperdicio del costo de entrenamiento de
ese policía, entrenamiento que no fue para violar la ley ni mentir sobre las
“razones de seguridad”, siguiendo por el costo de mantenerlo en una labor
inconsecuente con la más elemental civilidad, y terminando con el daño que ese
elemental comportamiento le causa a otros, la inconsciencia de los funcionarios
públicos a cuyo cuidado están asignados esos policías cierra el circo de la
república bananera.
Vienen a mi memoria casos como el de un concejal de Bogotá
transitando por el carril de Transmilenio que justificó su atropello por el
hecho de que estaba de presidente encargado del Concejo e iba retrasado para el
Concejo. Por supuesto el tan sonado caso del senador Merlano, quien se negó a
una prueba de alcoholemia al tiempo que increpaba al policía con la frase
“¿usted no sabe quién soy yo?”.
Mientras en los países del primer mundo todos quieren imitar
a la mayoría en su comportamiento social, en los del tercer mundo se impone la
cultura de la excepción: cómo hacer para salir del montón y hacerse a una
posición de poder con la cual justificar la violación de la ley, o, como
aparentemente ocurrió en el caso de Benedetti, usar la justificación de la
seguridad y protección del funcionario para con la fuerza pública agredir a un
ciudadano con el que el protegido habría tenido una agria discusión personal.
El tema no es de generalidad o excepción. Ni siquiera es de
funcionarios públicos educados. En buena medida por eso somos del tercer mundo.
El tema es mucho más primario: es de cultura democrática. Solamente en la
medida que se entienda y cultive el respeto a la ley como condición universal
para el ejercicio de las libertades civiles, se puede empezar a construir una
vida digna en comunidad.
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